A continuación, una entrevista realizada a la cantante Liliana Herrero. Fue publicada parcialmente por la revista Área Urbana, aquí va el diálogo completo. La artista habla de Villaguay, localidad entrerriana en la que nació y creció, pero también de sus inicios con la música, su mirada acerca de la creación, los legados culturales, el rol del mercado, la estandarización como una amenaza, su último disco y algunos de sus referentes, entre otros temas.
“No creo que deje de ir
a Villaguay, sería insoportable”
Aunque hace rato que
reside en suelo porteño, la cantante Liliana Herrero no puede
olvidar ni dejar de visitar su ciudad natal, en la provincia de Entre
Ríos.
A su memoria vienen recuerdos felices y
de su boca parte el relato de fragmentos de su infancia y juventud en
Entre Ríos, donde nació y creció, pero también en Rosario, donde
estudió Filosofía. “Mis hermanos y yo nacimos en Villaguay, un
pueblo chico de 30 mi habitantes en el medio de la provincia, aunque
más tirando hacia la costa del río Uruguay. Eso me gustaba mucho
durante mi infancia, lo recuerdo con mucho cariño. Viajábamos mucho
para el oriente, íbamos menos para el lado de Rosario, aunque
paradójicamente todos -mis hermanos y yo- terminamos estudiando en
Rosario”, cuenta Liliana Herrero, cantora siempre asociada a los
sonidos folclóricos, aunque en permanente búsqueda de novedades
musicales. Y agrega: “Íbamos mucho a Concordia y cruzábamos a
Salto; a Colón y cruzábamos a Paysandú; a Gualeguaychú y a Fray
Bentos. Los puentes no estaban en ese entonces. Y cada tanto íbamos
a Rosario, ahí vi todo el proceso de asfalto de Villaguay a Paraná,
el túnel, la autopista de Rosario-Santa Fe, se fue armando con el
paso de los años. Nosotros viajábamos en condiciones muy precarias:
caminos de tierra, la maroma, la balsa, cruzar el Paraná. Mi madre
iba a hacer compras al Uruguay, cuando era más barato, ahora es
carísimo”.
¿A qué se dedicaban sus padres?
Mi madre era farmacéutica, y mi padre,
bioquímico, estudiaron en Rosario. Mi padre era de Gualeguay, mi
madre era de Colón, provincia de Buenos Aires, luego se fue a San
Nicolás y después, con toda la familia, a Rosario, donde conoció a
mi padre. Más adelante se instalaron como profesionales de la salud
en Villaguay. El sueño de mi padre era volver a Gualeguay, donde
había nacido, pero ya había muchos bioquímicos y era un pueblo
chico. En mi casa era impensado que nosotros no hiciéramos una
carrera universitaria: mi hermano mayor estudió Medicina, ahora vive
en Santa Fe. Yo estudié Filosofía, y mi hermano menor, que falleció
el año pasado, estudió Ingeniería. En mi casa, al ingresar, se
veían los títulos y una placa de bronce de la Universidad Nacional
de Rosario, era una marca registrada.
¿Cuándo empezó a tocar música?
Yo fui sola a la casa de Juanita, una
vecina que vivía enfrente de nuestra casa, a aprender a tocar el
piano, creo que tenía ocho o nueve años. Ahí aprendí a leer
música, algo que me ayudó muchísimo, hoy yo leo a primera vista y
no tengo dificultad. No aprendí a escribir, pero leer ayuda mucho
para las músicas más complejas. Cuando hice el disco Recuerdos
de provincia -como el libro de
Domingo Faustino Sarmiento-, la dedicatoria fundamental es a Juanita.
Ella aumentó en mí la sensibilidad musical que ya venía por
escuchar tanta música en casa. Mi padre, un gran melómano, tenía
una gran colección de música clásica.
¿La idea de que
sus hijos siguieran carreras universitarias suponía descartar a la
música como principal ocupación?
No lo pensamos en
términos profesionales. Mi papá nunca me dijo nada al respecto,
aunque para él había que hacer una carrera universitaria, sea la
que fuera. Cuando él falleció yo ya había empezado a cantar
profesionalmente. Él estaba muy contento con eso, aunque también lo
alegraba que yo fuera profesora universitaria, también fui directora
de la carrera de Filosofía de la Universidad Nacional de Rosario
durante cinco años. Para mí fue ayer que murió, lo tengo presente
todo el tiempo, era un tipo muy interesante. Al poco tiempo murió mi
madre, ahí se disuelve el núcleo fundante de Villaguay. Quedó mi
hermano menor hasta que falleció el año pasado. Viven allá mis
sobrinos, mi cuñada. No creo que yo deje de ir a Villaguay, sería
insorportable moralmente.
¿Por qué el folclore suele hacer
referencia al lugar de
origen, a la tierra, la identidad?
Yo creo que la
identidad es algo a lo que uno hace referencia pero confusamente,
porque la identidad es un concepto complejo y confuso. La identidad
no es un conjunto de notas esenciales, porque si fuera eso nosotros
no podríamos más que remitirnos a ese núcleo original
indefinidamente, y no podríamos pensar otra posibilidad para la
música ni para las vidas ni para los países. No estoy diciendo que
no hay notas identitarias, algo hay. Existen, confusamente,
lábilmente, se mueven también, son una construcción histórica,
eso no quiere decir que no haya un suelo, una memoria cultural,
poética, musical, política, geografica. Me parece que hay que
evitar por un lado la idea de la constante construcción sin suelo, y
al mismo tiempo evitar la idea del suelo como algo que te ata sin que
puedas pensar otra cosa, como una eterna nostalgia. Para mí sería
un error, el tradicionalista es un nostálgico. La nostalgia supone
que lo que fue hecho es lo único que hay, que eso se perdió, que no
puede superarse ni recuperarse. El tradicionalista piensa que
defiende valores antiguos determinantes para pensar el presente.
Finalmente piensa que es imposible de ser recuperado, por eso cree
que hay que retornar y retornar siempre. Es un dilema del pensamiento
sobre la historia. Y es un pensamiento que se extiende a la música,
al arte y a cualquier práctica.
¿Abundan los
tradicionalistas?
En determinadas
regiones, donde se concentra un pensamiento más conservador, puede
ser. Es un debate necesario, es realmente interesante. También está
el tradicionalismo ligado a las formas más sofisticadas del mercado
y la estandarización. Esa alianza existe y es inconcebible. Si algo
borra y disuelve las escasas, complejas y lábiles notas identitarias
que tienen los pueblos es la estandarización.
Y la
mercantilización...
Claro. La
mercantilización, la lógica del mercado y la globalización suponen
la disolución de los suelos, de los géneros, de todo, borra las
diferencias y estandariza hasta un sonido: todo hi-fi, todo arriba,
sin graves, sin suelo, sin piso. Eso para mí es gravísimo. Hay una
historia del oído, no es cierto que siempre escuchamos así. Lo que
pasa es que la presencia del mercado es extraordinaria, porque de lo
que no se duda es de que eso fue siempre así, que ese fue el sonido
que siempre escuchamos, es increíble. Es un triunfo alucinante del
mercado de los tiempos que corren, casi religioso.
Como el fin de
la historia...
Como una historia
sin pasado.
Lo que decía
antes acerca de los tradicionalistas me hace pensar en el tango y
Astor Piazzolla, como un caso paradigmático.
Bueno,
la vida musical de Piazzolla fue un gran sufrimiento. Hay muchos que
han sufrido las persecuciones auditivas, armónicas y melódicas. No
solo él, lo que pasa es que el caso Piazzolla es emblemático, fue
profundamente rechazado, no hubo aceptación. Pero los otros días,
mirá qué paradoja, acá en Boedo había un festival de tango que se
llamaba algo así como Sin póster para Europa, una propuesta de
volver al tango pero no como recurso turístico, sino con sus formas
más populares. La crítica ponía el acento en los estereotipos, no
estaba la figura del hombre y de la mujer estilizados que ya no se
sabe qué bailan. Piazzolla proponía otro sonido, fue rechazado y
luego aceptado allá, y al mismo tiempo el tango se alió a las
formas más extraordinarias del mercado, los medios y del turismo y
se transformó en una suerte de baile sin suelo, ideal para
franceses, japoneses y los que vengan. Ahora no me acuerdo
exactamente la consigna del festival pero el concepto era ese. Hay
que volver a determinadas formas espontáneas de la música para
combatir esa estandarización. El mundo contemporáneo es muy
complejo. Hay que pensar el pasado con formas altamente
tecnologizadas, y va en camino de mayor tecnologización. Eso hace
que el diálogo musical, los préstamos culturales -digamos así-
sean imprescindibles. Hay que estar muy alerta...
Y siempre están
los resquicios para la creación.
Sí, y los
préstamos culturales son interesantísimos, pero no como disolución
de algo, yo no coincido con la idea de disolución de los géneros,
yo creo que hay fronteras, que esas fronteras dialogan entre sí. De
esa gran conversación, de ese gran diálogo entre personas, entre
géneros, personas con inscripciones y tradiciones diferentes, puede
aparecer una obra artística interesante.
Ha dicho que
prefiere hablar de choque de culturas y no de fusión.
Por eso, no hay que
fusionar.
¿La fusión
supone disolución?
Supone disolución
y una especie de instancia superior mejor que las anteriores. Yo no
creo en eso, no hay progreso en el arte, distinta es la ciencia. El
arte no tiene progreso, tiene interrogaciones culturales, temporales,
históricas, pero por qué suponer que la pintura hoy es mejor que lo
que hizo Miguel Ángel. Creo que no se puede pensar la pintura sin
Miguel Ángel, o Brueghel, no se puede pensar la música sin su
historia, pero tampoco sin el mundo contemporáneo tal cual es y tal
cual se presenta la música en él. Todo esto representa un
conflicto, un problema...
Pone en
discusión a la crítica de arte también...
Por supuesto. Hay
muy pocos críticos de arte interesantes en el país, en la música.
Pero cuando hay alguien que escribe algo y te hace pensar en lo que
vos mismo hacés, es para festejar, yo lo celebro enormemente, porque
la crítica está en un diálogo precioso con la obra.
Pero a veces la
crítica plantea qué está bien y qué está mal en el arte.
Bueno, cuando las
críticas son muy rápidas y estandarizadas establecen un canon. Yo
trato de retirarme de ese canon. Pero cuando la crítica es honda y
dialoga realmente con la obra y con la época, es apertura y
reflexión. Eso produce un pensamiento en conjunto, que es muy
interesante. Pero la misma música tiende a establecer cánones, por
eso hay que estar muy alerta. Y también es necesario poner en el
horizonte de la reflexión la idea de que lo que uno va a hacer no es
un canon, sino que es un modo, y no privilegiado, de interrogar el
pasado, y punto.
¿Cómo
fue el trabajo de Maldigo?
Fue un
proceso, la hechura de un disco mío es larga, lleva un año fácil.
Elijo los temas, algunos quedan, otros los descarto. Es un proceso
largo, muy gozoso y muy angustiante al mismo tiempo. El trabajo que
yo hago siempre es en conjunto con los músicos. Además, siempre
convoco un co-productor, en este caso invité a Lisandro
(Aristimuño).
Fue muy interesante esa experiencia, Lisandro vino a todos los
ensayos, hizo aportes interesantísimos, todos lo hicieron. Muchos
arreglos los hizo Ariel Naón, algunos Pedro Rossi, otros los hice yo
con Pedro. El arreglo que se trae al ensayo no necesariamente es el
definitivo, se sigue aportando sobre eso, es un proceso muy
enriquecedor, es una conversación. Yo creo en esa forma, pero no es
la única, hay quienes tienen otros sistemas, otros modos y formas
para la canción, o para un disco. Yo no soy compositora, soy
intérprete, me apropio de una canción, la interrogo y veo qué
puedo formular en esa interrogación. El compositor quizás trabaja
distinto.
Con Pedro toqué a
dúo en City Bell, al principio pensé en que lo que hacíamos con la
banda había que reducirlo a un formato de dos voces y una guitarra
acústica o eléctrica, pero me di cuenta que reducir no era la
palabra correcta, en todo caso se trataba de reformular el horizonte
auditivo sobre el cual tocar y cantar, y aparecieron cosas muy
hermosas.
¿Cuesta armar
la lista de temas para el disco?
Yo
quería cantar algunos temas, fue el momento de pensar la posibilidad
de hacerlos. El caso de Miguel Abuelo, Oye
niño;
el caso de Garzas
viajeras,
de Aníbal Sampayo; Bagualín,
de Fernando Barrientos; Run
run se fue pal norte,
de Violeta Parra, apareció azarosamente, cantábamos mucho ese tema
en un viaje que hice. Casamiento
de negros
también, un día estaba con Juan Falú y él me dijo que de Violeta
le gustaba esa canción, me puse a pensar cómo hacerla, hubo un
arreglo de Lisandro, quien, a su vez, me sugirió Marte,
de Tomás Aristimuño. Esa canción me pareció preciosa, la idea del
destierro y del no lugar es algo que quería plantear en el disco, se
lo di a Guillermo Klein para que lo arreglara. Milonga
para la muerte
es un tema de Juan y de (Hamlet) Lima Quintana que quería hacer.
Otros aparecieron azarosamente en el momento de estar cocinando el
disco, es muy lindo cuando pasa eso. Y si no pasa eso, se abandona,
si es que no se encuentra una forma que nos convenza.
Ha dicho que el título funciona como un concepto polisémico.
Es polisémico, sí...
Y que tiene que
ver con una mirada hacia un mundo extraño, injusto... ¿qué ve en
la música como praxis en un mundo que “genera maldecir, que genera
afonía”?
Yo
creo que la música tiene esa capacidad de transformación de las
cosas. Porque la música va directo a una especie de educación
sentimental, en el sentido de sensibilidad, el arte en general creo
que tiene esa función, si es que tiene alguna. Difícilmente yo me
pare en el escenario para hacer pedagogía. Al mismo tiempo, la
música tiene esa extraordinaria capacidad de emoción, y me parece
que puede intentar una pequeña reflexión sobre el estado de las
cosas, cada música lo intenta. Sino estamos sin suelo, como si
estuviéramos cantando en una especie de no lugar. Y hay una memoria,
insisto en eso, y lo noto en un acorde, cuando Juan Falú toca
sabemos que es él, como lo supimos con Eduardo Falú y con Atahualpa
Yupanqui, y está todo el peso de la historia. Pero el peso de la
historia no como notas esenciales, sino como tensión y lucha. Por
eso el concepto world
music
y la disolución de los territorios no me gustan, no puedo pensar en
esos términos.
Se trata de
buscar una síntesis que no sea ni el tradicionalismo, que no se abre
las puertas a otros sonidos, ni la globalización que borra cualquier
diferencia...
Lo
que ya se ha hecho, la memoria sobre la que cada uno de nosotros se
recuesta para inscribir su vida, está siempre en estado de
elocuencia, está siempre en estado de habla, eso es lo que nosotros
tenemos que escuchar, ¿cómo suponer que el canto de Miguel Abuelo
no me habla? Es un disparate. Su música, el modo abismado y
desesperado que el encontró para cantar es extraordinario. Y hay que
decir esa frase, “todo lo que ata es asesino”, hay que pensarla,
y él la dijo. Como Yupanqui dijo sus frases y tantos otros. La
música, pasada o presente, está en estado de habla, y hay que estar
muy alerta. Dos ideas determinantes en cuanto a la actitud frente a
la música: estar alerta para escuchar y al mismo tiempo inventar.
¿Qué la
conmueve hoy en día?
Muchas
cosas, muchos músicos que están diseminados por todo el país,
buscando modos. Siempre me inhibo un poco de poner nombres, porque
veo la nota y me doy cuenta de que no nombré a alguno. Hay músicos
que hace mucho tiempo están tocando, como Nora Sarmoria, o voces con
las que me encuentro desde hace poco, como Luciana Jury, pero son
ejemplos, hay miles de nombres más. Mauricio Bernal, que integra la
sinfónica de Entre Ríos, toca en el disco mío, es un muchacho muy
joven, hijo de un amigo, lo vi crecer, es un gran marimbista. El
aporte que hizo en el disco fue muy importante, tocó menos temas de
los que yo hubiera querido. Hacía tiempo que quería compartir algo
con él, lo invité al Coliseo a la presentación del disco. Con
Lisandro también toqué poco, solo en La Plata, hubo cuestiones
personales que me impidieron tocar, como la enfermedad de Horacio
(González, su pareja, director de la Biblioteca Nacional).
En
el nombre de Mauricio hay muchos nombres, en el nombre de Luciana hay
muchas cantantes. Nadia Larcher también es una cantante preciosa. De
modo que hay música para rato, hay futuro, aunque no sea en el
horizonte, en el universo o en el escenario del mercado. Esas músicas
no van a ingresar ahí. Y yo celebro eso. No porque no quiera que se
difunda muchísimo más, pero hoy el mercado aplana, achata y borra,
y esas músicas no ingresan.
No es gratuito
el ingreso, entonces.
Y tendrán que pasar miles de años para que las transformaciones
culturales que exige el ahora, estos tiempos, se coagulen en algo
novedoso, como sí fueron los ´60 y los ´70.
¿A estas
músicas les está vedada la masividad?
Sí, les está vedada. Pero como la masividad exige un aplanamiento y
un borramiento de las diferencias y una música estandarizada, hoy
tengo que celebrar eso. Si las condiciones culturales cambiaran y se
pudiera profundizar en una reflexión a largo plazo, se podría
pensar en un horizonte auditivo diferente. Pero en este momento, ¿a
qué programa van a ir? ¿Al de Tinelli, al de Susana?
Al
de Lalo Mir, Encuentro en el estudio.
En el de “Lalo” hay posibilidad de conversar, pero es un pequeño
mundo.
Había
uno del Chango Spasiuk...
Pero son pequeños mundos, aunque no hay que despreciarlos. Yo
celebro que existan, ojalá haya muchos más, miles. También celebro
que haya encuentros de músicos, distintos a la organización de los
festivales, que es una suerte de supermercado de la música. Hay
otras experiencias, recostémosnos en ellas.
De todas formas,
imagino que dentro de lo aceptado por el mercado habrá propuestas
que te resultan interesantes
Me resulta difícil. Yo no veo ni oigo en televisión, radios y
festivales algo novedoso que me atrape.
Tal vez algunos
que hayan hecho sus armas antes, como Gieco.
Sí, León, Teresa (Parodi), Peteco (Carabajal), cuya presencia es
popular y masiva, y su horizonte sonoro y su coherencia son
extraordinarias. Son casos absolutamente respetables. Siempre se
puede disfrutar de un (Charly) García, de un Fito (Páez), siempre
hay grietas para escuchar esas músicas. Incluso los que no están,
Luis (Spinetta) planteó un mundo sonoro totalmente novedoso, o
(Gustavo) Cerati, con un canto precioso. Pero después el mundo
sonoro en general de los festivales no logra despertar en mí interés
artístico y estético. Hay músicos que no están allí, no quieren
ir, como Carlos Aguirre, que hizo hace dos años una carta con los
motivos por los cuales él no iba a Cosquín. “Ahí no hay música”,
dijo. Y yo creo que es cierto, la gran ausente es la música. Se
necesita una enorme transformación cultural, que implicaría
retirarse de esa alianza horrible entre el mercado y los medios, una
alianza muy poderosa y triunfal. Esa es la situación, que supone un
combate, una resistencia, propuestas, supone muchas cosas de uno, y
cada uno va por los caminos que pueda, por las grietas que siempre
hay, por los senderos bifurcados del mundo cultural.
Alguna vez
afirmó: “Yo canto para no morir”. Si no cantara, ¿qué imaginá
que estaría haciendo?
Pienso que estaría en la vida universitaria, que daría clases, si
no me jubilaran de prepo. Tal vez escribiría algunas cosas. No me
imagino en otras actividades más que la lectura, la escritura, la
enseñanza y la música. Decir “yo canto para no morir” es poco
feliz, una vez que la dije no me gustó mucho. No soy eterna, pero la
conciencia de esa no eternidad, de la condición humana, de la
finitud, queda suspendida en el momento de cantar, se da la ilusión
de la suspensión del tiempo. Eso es lo que quise decir. Pero es la
conciencia de la finitud la que hace que uno tome ese camino, para
que ilusoriamente se suspenda algo inevitable, la condena propia de
la condición humana.
Algo asó como
“mientras canto estoy vivo o viva”...
Sí, pero la muerte no está al final, sino al principio, porque es
desde el principio que sabemos eso. Y tal vez esa es la condición
del arte.
Y además las canciones quedan.
Como
dijo un escritor argentino: “¿Y a mí qué me importa que las
canciones queden si yo ya no estaré?” También está esa posición.
La cultura ha instalado esa idea, la ilusión de que la permanencia y
la eternidad quedan en la obra. Posiblemente, sí, posiblemente, no.
Posiblemente desaparezca un tiempo y luego reaparezca. ¿Qué va a
pasar con las músicas de Gerardo Gandini? Está esa obra, que es
magnífica. Siempre habrá quien retome esa experiencia artística,
que es sensacional. Puede ser que desparezca un tiempo. En el
horizonte cultural de los medios no está, aunque de hecho nunca
estuvo. La música es un juego, pero un juego responsable: hay
determinadas cosas que hay que oír, hay que estudiar, escuchar, hay
que inventar. Estar alerta, muy atentos, e inventar, esas son las dos
claves. Inventar formas para combatir esa estandarización del oído,
tenemos esa capacidad y hay experiencias en ese sentido, muchas. Esa
memoria no puede disolverse.
David Bowie, por
ejemplo, siempre fue inventando y fue masivo, lo mismo ocurrió con
Pink Floyd y los Beatles.
Nick Cave, Lou Reed, Radiohead. Hay discos de Los Redondos que son
maravillosos, fueron muy importantes, ahora hace mucho que no los
escucho, pero siempre hay que volver a esos discos. Por eso uno
guarda los discos, ¿sino para qué?
¿Escucha música
por internet?
Sí, pero ahora que me compré unos parlantitos bastante buenos,
porque los audios de las computadoras son abominables. Tenía unos
auriculares muy buenos pero me los robaron. También es cierto que
escuchar con auriculares te aísla mucho, y yo necesito ese aire que
hay entre el sonido emitido y el escuchado. Hay mucho de la (Joni)
Mitchell en internet, es alguien que inventó algo en el mundo sonoro
y musical con bandas increíbles. Para mí el disco sigue siendo un
objeto muy preciado, y el de vinilo también, tengo la bandeja
arreglada, escucho mucho vinilo, el audio es radicalmente otro, en
relación al CD. Cuanto más alta es la tecnología, más
aplanamiento hay del rango sonoro, hay más compresión, más
condensación, se quitan bajos, se quitan agudos. La era digital no
fue mejor en términos auditivos. Y la diferencia entre escuchar un
disco y escuchar un CD es notable. El arco sonoro es enormemente más
amplio. Lo noto incluso con mis primeros álbumes, que han sido
editados en vinilo y en CD. La masterización no existía, es algo de
la era del compacto.
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