Cuando faltaban días para que cientos de miles de personas marcharan a la Plaza de Mayo en repudio al fallo de la Corte Suprema sobre reducción de penas para acusados de delitos de lesa humanidad, escribí esto, ante una convocatoria colectiva de un grupo de actores y escritores...
Esas palabras
El
significado de la palabra genocidio no lo aprendí en la escuela. Tampoco me lo
enseñó la televisión. La primera vez que supe de su existencia fue a través del
fútbol: creo que tenía 11 años, estaba leyendo un libro sobre la historia de
los mundiales, y vi la palabra maldita en un epígrafe del capítulo dedicado al Mundial Argentina ´78.
Porque es así, arrastramos esa vergüenza —que no es culpa del fútbol—, la de organizar un
torneo de esa magnitud mientras en el patio del fondo de nuestra casa, en las
catacumbas, había gritos que no festejaban goles.
Decía que conocí esa palabra leyendo un
epígrafe. Podría buscar el libro, que estaba bueno y era un regalo de mi abuelo
a mi padre. Pero mientras escribo, prefiero recordarlo, hacer el esfuerzo y
ejercitar la memoria —esa otra palabra. La
que nos mantiene vivos como conjunto.
La foto que ese epígrafe describía mostraba
al capitán de la Selección, Daniel Passarella, de espaldas, mientras recibía
los saludos de los sonrientes Jorge Rafael Videla, Emilio Eduardo Massera y
Orlando Ramón Agosti, de frente. Decía algo así como “Passarella recibe la copa
de los genocidas”. Le pregunté a mi viejo qué significaba, y sin rodeos
respondió: “Asesinos”.
Yo era chico, pero estoy seguro de que en ese
momento pude identificar la paradoja, la ironía, la gravedad y hasta lo cínico
del hecho de que una foto y un epígrafe pudieran enlazar genocidio, sonrisas y
también Estado. Porque a los 11 años ya sabía que en aquella época, la de los
´70, al país lo habían gobernado los militares que mostraba la imagen del
libro.
Desde entonces, me interesé por saber más.
Pero solo bastante tiempo después supe que cuando yo conocí la palabra maldita
en realidad no se juzgaba a nadie. En los ´90, a nadie se juzgaba. Es más:
algunos represores iban a la tele, como Massera o Miguel Etchecolatz. El miedo,
ahora, en parte tiene que ver con eso: con que no se juzgue a nadie. Otra vez.
También acecha ese temor a sentirse solo, tan
reconocible. Esa horrible sensación de que, ante determinadas situaciones, no
hay a quién acudir. Ni un Estado que dé respuesta a la injusticia.
En estos tiempos, posmodernos, resulta para
muchos tentador reducir todo a la mínima expresión: una imagen, una
abreviatura, un emoticón, un hashtag, un mensaje que no supere 140 caracteres…
y algunas otras formas de espasmos comunicacionales. Así, parece que poco se
explica, poco se profundiza y por lo tanto, poco se dice. Un hashtag
tremendamente actual es #2x1. Asusta pensar que la vorágine y el vértigo
mediáticos terminen banalizando temas tan caros a nuestra historia. Todos los
días podemos escuchar o leer las palabras “dos por uno”: son parte habitual de
la jerga comercial del bar, del almacén, del supermercado, de las tarjetas de
crédito. Lo triste es que esta vez no. Son parte de la jerga de los genocidas y
de la Justicia que los protege. En estos días, cada vez que resuenan estas
palabras —dos por uno— no pensamos en ofertas, pensamos en aquella
otra palabra: genocidio.
El miedo es potente. La sola palabra también
lo es. El miedo a quedar solos no es la excepción.
Pero al miedo se lo puede relativizar y
discutir. La convocatoria a movilizarse colectivamente es muy grande,
apabullante. Entonces, hoy nadie está solo. Se convoca a no estar solo ni
quieto.
Nadie desconoce la palabra genocidio, hay
quienes la aprendieron a los 11, otros antes y muchos después. Nadie desconoce
por qué se movilizó. Somos muchos. Somos distintos. Estamos por lo mismo.